No resulta nada fácil hablar de un tema tan controvertido a la vez que politizado como es el llamado “genocidio armenio” sin despertar en cualquiera de las partes implicadas suspicacias o reacciones más o menos en contra. Precisamente por ese motivo, la cuestión del genocidio armenio y de su reconocimiento (o no) debería haber quedado al margen de la política y en manos de los historiadores desde hace mucho, mucho tiempo. Una prueba evidente sin embargo del fracaso en este objetivo imprescindible para poder abordar este asunto con objetividad y equidad es precisamente el hecho de que, casi un siglo después, la llamada “cuestión armenia” sigue estando más presente en los pasillos de los parlamentos y sedes del gobierno que en los despachos y congresos de los historiadores, así como que a día de hoy no hay un consenso político y mucho menos científico a la hora de reconocer lo que para algunos es el “primer genocidio” de la Historia, y para otros uno de los mayores bulos jamás difundidos.
Personalmente siempre he sido partidario de abordar los problemas desde la raíz y siempre he creído que hablando las cosas con respeto pero abiertamente es como se logran solucionar los problemas; siendo sincero, he de reconocer que por mi “debilidad” por la defensa de las minorías hasta hace no muchos años siempre me decanté más por creer la historia del genocidio armenio que la versión turca de los hechos, que por otra parte y por razones que serían muy largas de explicar aquí resulta mucho menos accesible –al menos en los países occidentales- que la versión armenia. Luego, con los años y gracias a mi amistad y mis lazos familiares con varios turcos, fui conociendo lo que podríamos llamar “las dos caras de la verdad”, de forma que la visión que durante años me había formado de una parte sufriendo los abusos de la otra –según la versión que desde muy joven pude leer y escuchar- poco a poco fue tornándose a una en la que aparecían dos partes en conflicto que se habían infligido daño por igual: una “pelea entre dos buenos amigos que se hicieron daño el uno al otro”, según declaró recientemente Bedros Şirinoğlu, destacado representante de la comunidad armenia en Turquía.
A este cambio de visión con el que abordar la cuestión armenia me ayudó sin duda -por aquello de que una imagen vale más que mil palabras- las numerosas fotografías que pude ver de los excesos cometidos por los armenios durante aquellos años de enfrentamiento en la Anatolia Oriental, no sólo contra los turcos sino también contra kurdos y azeríes. Fotografías –y otras pruebas- que yo hasta aquel momento desconocía y que para mí representaron toda una sorpresa, pero también en parte una indignación por sentir que durante mucho tiempo no nos habían contado más que una parte de la Historia. No se trataba sólo de que ambas partes se hubiesen hecho daño: es que una de ellas ahora parecía actuar sólo por resentimiento.
Todo esto cambió mi visión de conjunto sobre lo ocurrido en aquellos años finales del Imperio Otomano, en plena I Guerra Mundial, pero no mi idea de cómo debía resolverse el conflicto entre Turquía y Armenia a propósito del “genocidio”. Si la parte turca tenía pruebas y argumentos para defender otra versión de los hechos, y estaba convencida de ello, no había razón para no sentarse a hablar abiertamente con los armenios y exponer todos los argumentos. No negaré que en aquel momento en parte aún me costaba aceptar que hasta ahora sólo se nos hubiese contado una parte de lo ocurrido en aquellos oscuros años. Así fue hasta que hace unos años me llevé otra sorpresa.
El problema del “genocidio”
En 2005 el gobierno turco propuso oficialmente a Armenia la creación de una comisión histórica conjunta y pública, formada por historiadores y otros expertos –no sólo turcos y armenios, sino también de otros países- que examinase abiertamente lo ocurrido entre 1915 y 1918, no sólo en base a los documentos en poder de Turquía y Armenia, sino también en cualesquiera otros que pudiese haber en terceros países, y que Turquía estaba dispuesta a aceptar. El veredicto de dicha comisión, según la propuesta planteada por Ankara, sería hecho público y aceptado por ambas partes; de hecho, por aquella época el gobierno turco llegó incluso a ofrecerse para pagar a la Diáspora Armenia -conocida por su animosidad hacia Turquía- la apertura de todos los archivos sobre el supuesto genocidio, ya que la poderosa comunidad armenia estadounidense alegaba que no podía demostrar muchas de sus tesis sobre el genocidio debido al coste de recuperar antiguos documentos de la época. El gobierno turco dijo “abran esos archivos, nosotros se lo pagaremos”: no podía estar más claro. Se trataba en definitiva de hablar abiertamente de la cuestión del “genocidio” y sacarla de los parlamentos para llevarla al terreno científico. Sin embargo, tanto la oferta hecha a la Diáspora Armenia, como la propuesta de creación de una comisión histórica conjunta para estudiar de una vez por todas lo ocurrido en los años finales del Imperio Otomano, fueron rechazadas unilateralmente y sin explicaciones (o con argumentos bastante vagos, en el mejor de los casos) por parte de los armenios.
La propuesta turca siguió no obstante sobre la mesa, y suponía de hecho una “patata caliente” en manos de los armenios, que veían como la piedra estaba sobre su tejado y sólo podían argumentar suspicacias y reticencias acerca de Turquía para justificar su negativa a participar en una iniciativa sobre la que pocas sospechas podían verterse. Había muchas presiones sobre Armenia para que resolviese el conflicto con Turquía, no sólo por la falta de relaciones diplomáticas entre los dos países sino por el hecho de que su frontera común permanece cerrada desde 1993, cuando Turquía la clausuró en protesta por la invasión armenia del enclave azerbaiyano de Nagorno-Karabaj. Todo ello, unido al hecho de que Armenia sigue sin reconocer las fronteras actuales del Estado turco, suponía un importante foco de tensión e inestabilidad en la región. Occidente, con Estados Unidos y la UE a la cabeza, querían acabar con esas tensiones no sólo por la importancia estratégica de su aliada Turquía, sino para frenar la influencia rusa en la región caucásica y facilitar el tránsito de los recursos energéticos del Mar Caspio hacia Europa toda vez que la opción de Georgia como punto de paso hacia Turquía-Europa había demostrado ser demasiado endeble, especialmente tras la breve guerra ruso-georgiana de agosto de 2008.
Finalmente el 10 de octubre de 2009 Turquía y Armenia firmaban en Suiza y gracias a la mediación internacional sendos protocolos en los que se establecían los principios para la normalización de relaciones entre las dos naciones y la reapertura de su frontera común. En esos mismos protocolos -que aún deben aprobar sus respectivos parlamentos y que están generando una gran oposición interna por parte de los sectores más nacionalistas en ambos países- de nuevo se incluía la propuesta turca de crear una comisión histórica científica, internacional e imparcial que examinase todos los documentos y archivos existentes sobre lo ocurrido en los años finales del Imperio Otomano, y que comprobase la verosimilitud de las alegaciones acerca del llamado "genocidio armenio", que los armenios aseguran fue cometido deliberadamente y en el que afirman murió un millón y medio de personas. En dicha comisión, además de expertos turcos y armenios, participarían también historiadores suizos y de otros países.
Pero de nuevo Armenia volvió a demostrar que por alguna razón no estaba interesada en hablar del “genocidio armenio” fuera del ámbito político. El pasado 12 de enero el Tribunal Constitucional de Armenia sentenciaba que para que el parlamento armenio ratificase el texto del protocolo firmado con Turquía debía reconocerse como condición sine qua non el genocidio supuestamente cometido por los turcos, ya que la constitución armenia establece ese hecho como una certeza irrefutable. Esta exigencia volvía a echar por tierra la idea de una comisión científica e imparcial que hablase objetivamente de lo que había pasado entre 1915 y 1918. Y si bien hay que elogiar la valentía del presidente armenio Serge Sarkisian cuando al inicio del proceso dijo que no había más opción que olvidar el pasado y hablar con Turquía por el futuro del país, tampoco hay que olvidar que en cuanto regresó de Suiza y vio las primeras manifestaciones nacionalistas opuestas a cualquier acercamiento a Ankara, dijo “Diego” donde había dicho “digo”, volvió a hablar del reconocimiento indiscutible del genocidio y declaró que la supuesta comisión histórica que se había acordado era para hablar del genocidio, pero nunca para debatir su existencia. Aunque Turquía protestó diciendo que la decisión del Constitucional armenio y las declaraciones de Sarkisian iban en contra del espíritu del acuerdo, el gobierno armenio respondió argumentando que Ankara también ponía inconvenientes al exigir la retirada de las tropas armenias de Nagorno-Karabaj para reabrir su frontera. De nuevo la cuestión del genocidio volvía a situarse fuera del ámbito científico.
Reinterpretando la Historia
Es en este contexto, y no deberíamos perder de vista esta perspectiva, cuando poco después, el pasado 11 de marzo, el parlamento de Suecia –país que mantiene excelentes relaciones con Turquía y cuyo gobierno es uno de los más firmes defensores de la incorporación de Turquía a la UE- aprobaba inesperadamente (gracias a que muchos diputados estaban ausentes, y sobre todo gracias a que cuatro diputados cambiaron su voto a última hora) y en contra de la opinión del gobierno una moción en la que se calificaban las muertes de armenios en 1915 como un "genocidio". El texto, que fue aprobado por tan sólo un voto de diferencia, instaba al gobierno sueco a reconocer el genocidio cometido en 1915 no sólo contra armenios, sino también contra los griegos. Justo una semana antes el comité de exteriores del congreso estadounidense aprobaba otra resolución en el mismo sentido instando al pleno de la cámara a que votase otra resolución pidiendo al gobierno de Obama el reconocimiento público del “genocidio armenio”; curiosamente dicha propuesta también salió adelante por un solo voto de diferencia. En las mismas fechas en que el parlamento sueco emitía su resolución el parlamento catalán aprobaba una resolución similar, aunque el hecho apenas tuvo eco en los medios de comunicación y la iniciativa fue criticada también por el gobierno de la Generalitat.
¿Quién está detrás de esta serie de iniciativas y presiones para que se debata el “genocidio armenio” en los parlamentos occidentales, mientras se mantiene alejado de los foros de historiadores y científicos? ¿Alguien puede pensar que esta serie de acontecimientos es un hecho casual, o movido por un simple interés de los parlamentos en debatir la Historia? Pero sobre todo, ¿son los parlamentos el lugar adecuado para debatir, objetivamente y de forma científica, lo ocurrido hace casi un siglo? Son muchas las preguntas que surgen al contemplar los hechos desde esta perspectiva, y no quisiera ser yo quien las elabore todas, por lo que dejaré que el lector se plantee también las suyas propias.
Quisiera no obstante destacar especialmente la resolución del parlamento sueco por el intento que representa de reescribir la Historia, o en el mejor de los casos porque supone la evidencia casi definitiva de que un parlamento no es lugar para debatir hechos históricos, precisamente por la ignorancia manifiesta –o en cualquier caso la falta de preparación- de la gran mayoría de los que ocupan sus escaños. Hablar de un “genocidio” de la población griega que habitaba Turquía en aquellos años es desconocer el concepto mismo de genocidio; pero sobre todo, supone obviar o simplemente ignorar que los griegos que poblaban Turquía, como los turcos que vivían en Grecia –y en otros territorios otomanos de Europa Oriental- fueron sometidos a un intercambio de población que estableció el Tratado de Lausana (Suiza) en 1923. Este intercambio, promovido y supervisado por las potencias europeas del momento (que habían derrotado y ocupado los territorios del antiguo Imperio Otomano), implicó el desplazamiento de casi dos millones de personas con el fin de promover una "homogeneización étnica" tras la caída del viejo imperio y la guerra greco-turca, con el teórico objetivo de estabilizar ambos países. Medio millón de turcos fueron expulsados de Grecia (el mismo Atatürk había nacido en Tesalónica, no lo olvidemos), mientras que un millón de griegos fueron expulsados de Asia Menor. La decisión, que hoy nos parece inconcebible pero que era ajustada a la mentalidad de estado-nación homogéneo (étnica, social y confesionalmente) que imperaba en la época, tuvo sin embargo trágicas consecuencias para todos los desplazados y a la larga acarreó un sinfín de conflictos y problemas, que aún hoy día arrastran ambos países. Pero hablar de un “genocidio griego” o cualquier comparación similar, o tratar de ver sólo una parte en una tragedia que afectó por igual a ambos bandos, es sencillamente querer reescribir la Historia y ante todo pretender ignorar la enorme responsabilidad que tuvo Occidente en aquellos hechos.
Las dos caras de la verdad
El planteamiento no es sin embargo nuevo. A menudo Occidente busca ignorar sus propias responsabilidades, y especialmente Europa lleva mucho tiempo queriendo dar lecciones a todo el mundo para no enfrentarse a sus propios demonios internos, como ya comenté en un artículo anterior sobre la prohibición de los minaretes en Suiza. Las naciones europeas colonizaron durante siglos África, América y buena parte de Asia, expoliando sus recursos y esclavizando a buena parte de su población. En América, potencias coloniales como Portugal, Francia, España o Inglaterra acabaron con la población nativa hasta llevarla al borde la extinción; incluso aceptando las cifras más optimistas, decenas de millones de indígenas murieron víctimas de la explotación, las guerras, el hambre y las enfermedades. Investigadores como H. F. Dobyns o Cook y Borah calculan que el 95% de la población americana murió en los 130 años que siguieron a la llegada de Colón, lo que representaría entre 10 y 20 millones –según diferentes cálculos- sólo en el área de México; historiadores como el peruano Villanueva Sotomayor señalan que entre 1532 y 1620 murió el 96% de la población que habitaba los territorios del antiguo Imperio Inca; todo ello sin olvidar la política sistemática de conquista, colonización, deportación y confinamiento que llevaron a cabo primero Francia e Inglaterra y más tarde Estados Unidos en el norte de América contra los pueblos nativos, lo que en conjunto ha llevado a muchos estudiosos a hablar de la colonización europea de América como el “mayor desastre demográfico de la Historia”.
Mientras España expulsaba a toda su población sefardí y musulmana y en toda Europa se perseguía a los judíos, el Sultán Beyazid II les ofrecía refugio en el Imperio Otomano y enviaba a la marina otomana a recogerlos. . Incluso ya en 1933 bajo la recién surgida República Turca, el propio Atatürk invitó a cientos de sabios judíos proscritos por Hitler a instalarse en Turquía. De hecho, los campos de concentración –tristemente famosos bajo el régimen de Adolf Hitler- fueron inventados por los orgullosos británicos, que los usaron en 1901 para confinar a miles de familias boers durante la guerra en Sudáfrica contra los colonos holandeses (los “Afrikáners”): niños y mujeres murieron por decenas de miles en aquellos campos, víctimas de la desatención y las enfermedades. Antes, a lo largo del siglo XIX, cientos de miles de abjasios, azeríes, circasianos y tantos otros pueblos y etnias encontraron refugio en Anatolia, en tierras del Imperio Otomano, expulsados por los rusos del Cáucaso Norte o por Austria y las naciones independizadas de los Balcanes y Europa Oriental, donde se sucedieron matanzas de musulmanes mientras Europa miraba para otro lado (¿…y por qué me vendrá ahora a la memoria Bosnia?). Los mismos rusos dieron un apoyo explícito y reconocido a los nacionalistas armenios para sublevarse en la Anatolia Oriental y llevar a cabo su sueño de construir una Gran Armenia sólo cuando les interesó desestabilizar el frente oriental de los otomanos, en plena Guerra Mundial; el mismo apoyo que Francia o Inglaterra les brindó a los árabes para sublevarse en Oriente Medio, con promesas de independencia y libertad que luego acabaron como todos sabemos.
Son sólo algunos ejemplos (sería demasiado largo continuar), pero queda claro cuáles son los antecedentes de cada parte y quién trata de reescribir la Historia –que por otro lado, siempre la escriben los mismos- y quién no está interesado en que se hable del pasado. En este contexto y a la luz de estos datos, tratar de ver en el “genocidio armenio” un antecesor del holocausto judío como pretenden algunos, parece más un macabro sarcasmo que un intento serio de desentrañar lo ocurrido sobre unos sucesos que como el profesor Francisco Veiga explica en su estupendo libro “El Turco”, fueron muy diferentes en sus motivaciones e incluso en su desarrollo.
Un debate que no existe
La cosa no queda ahí. En la Europa de las libertades y la democracia, de la libre expresión y opinión, hay un tabú que se extiende casi a la par que lo hace el rechazo a lo diferente en una sociedad que propugna la tolerancia. Hablo del debate mismo sobre el genocidio. Mis palabras pronunciadas aquí, que no son una negativa a nada sino un llamamiento al debate libre y abierto, serían a día de hoy un delito en países como Francia o Suiza, donde negar o simplemente cuestionar la existencia del genocidio armenio está perseguido judicialmente. Son varias las personas que han sufrido serios problemas por cuestionar la idea del “genocidio” como una verdad absoluta. La más reciente de ellas ha sido una ciudadana francesa nacida en Turquía y candidata a las recientes municipales de Francia, Sırma Oran, condenada porque simplemente se negó a admitir en público la existencia del genocidio armenio, presionada por otra candidata para hacerlo: ironías de la vida, su padre es Baskın Oran, un conocido catedrático turco poco sospechoso de animadversión hacia los armenios, ya que él mismo fue objeto de numerosas críticas en su propio país después de iniciar una campaña de recogida de firmas para solidarizarse con los armenios fallecidos en 1915.
La justicia francesa también condenó al famoso historiador y orientalista británico Bernard Lewis -considerado como uno de los mayores expertos occidentales sobre Oriente Medio y el Imperio Otomano- después de que miembros de la diáspora armenia francesa iniciaran una persecución judicial contra él, llevándole hasta en cuatro ocasiones a juicio simplemente porque Lewis afirmó que el llamado "genocidio armenio" no era más que la versión armenia de la Historia…
Al margen de los intereses económicos que puedan existir para que Turquía reconozca el genocidio armenio (no olvidemos las millonarias indemnizaciones que tuvo que pagar el Estado alemán a los judíos por el Holocausto, con lo que eso supondría para un país económicamente pobre como Armenia), lo peor es que las pronunciaciones en parlamentos extranjeros a favor del “genocidio” no sólo sirven al propósito de alejar la cuestión del debate científico y objetivo, sino que dificultan aún más el incipiente y delicado proceso de acercamiento entre Turquía y Armenia. Cada votación a favor del genocidio armenio en un parlamento extranjero es un punto a favor para aquellos que se oponen a ese necesario proceso de reconciliación, tanto en uno como en otro bando, y da alas a los que buscan mantener el enfrentamiento entre turcos y armenios, empezando por la propia Diáspora Armenia, que amparada en el victimismo rechaza de mano cualquier acercamiento a Turquía y mantiene un odio casi irracional contra todo lo que suene mínimamente a “turco”.
Citando de nuevo las recientes declaraciones de Bedros Şirinoğlu, destacado líder turco-armenio: "Esas personas que han estado viviendo lejos de su país por tanto tiempo deberían venir aquí y ver las propiedades y los colegios de los armenios (en Turquía). Deberían ver cómo viven los armenios en Turquía, y después de eso decidir"... Es por eso que me pregunto si todos esos parlamentarios –también en Catalunya- que decidieron ceder alegremente su voto a favor de esta cuestión, eran conscientes realmente de a qué intereses estaban sirviendo con un gesto tan inoportuno como por otra parte calculado por quienes han impulsado esta nueva campaña de reconocimiento del genocidio.
La pregunta sigue en el aire: ¿a quién beneficia el debate político –y sólo político- sobre el genocidio armenio? Hagámosla, y saquemos nuestras propias conclusiones. Hay quienes insisten en hablar del “genocidio armenio”. Yo también. Pero hablemos libre y abiertamente, sin coacciones, sin restricciones de ningún tipo, sin presiones. Hablemos con una perspectiva histórica, poniendo todas las pruebas sobre la mesa y sin miedo a escuchar incluso aquello que no nos pueda gustar... Hablemos también no sólo del “genocidio armenio”, sino de todos los demás. Hablemos de una vez por todas del genocidio… ¿Quién está dispuesto a hablar?
0 Comentarios